Mundo Flapper: Vírgenes modernas. Los imprescindibles del cine mudo, ECI.

Vírgenes modernas (Our Dancing Daughters), Harry Beaumont, 1928

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Extracto del libreto:

*1. La edad del hedonismo

Una película que comienza con un primer plano de unas piernas bailando frenéticamente, mientras su dueña se pone las bragas, no es una película corriente. Puede ser vulgar, deliciosamente vulgar, pero nunca corriente.

“Dangerous” Diana, así se autobautiza una Joan Crawford llena de pura energía cinética, se prepara para vivir la noche de 1928 como si no hubiese mañana. Es una flapper; una It Girl de los años veinte, la primera edad del hedonismo. Con su corte de pelo “bob”, su vestido de seda desmontable, y liberada de corsés, literales y metafóricos, vive la fiesta continua de la clase alta que adoramos envidiar y odiar en la pantalla.

Asistimos a la vida sincopada del jazz, la liberación femenina, el memento mori de la Gran Guerra y la demencial Ley Seca, que hizo que América bebiese más que nunca, y con mayor devoción, debido al sentimiento transgresor que aquello simbolizaba.

Antes de la eclosión de la cultura juvenil de los años 50, marcados también por el fin de otra Guerra Mundial, a la cual se había sumado la de Corea, la ruptura generacional y el rock’n’roll, los jóvenes ya habían gobernado América, imponiendo su moda, su jerga –los intertítulos originales del film son una perla del slang de los 20- y sus valores: la diversión, la urgencia, el desafío y la inconsciencia de la finitud. Los 20, en especial la segunda mitad, fueron la primera época del siglo XX orientada hacia lo juvenil como una cultura. La prosperidad económica de la década había conquistado el ocio, y este era un espacio para las clases altas y la juventud. Vírgenes modernas es una película sobre estas dos castas, capturadas esplendorosamente en una dramedia de ambivalente ejemplaridad moral.

Las flappers, con su star system propio, formado por actrices como Clara Bow -la principal quizás de todas ellas con dos exitazos flapper como The Plastic Age (Wesley Ruggles, 1925)e It (Clarence G. Badger, 1927), la cual dio origen al término “It Girl”-, Colleen Moore, Bebe Daniels, Alice White, Virginia Lee Corbin, Edna Murphy, las aquí presentes Anita Page y Joan Crawford, Nancy Carroll, Sue Carol, Pauline Garon, Madge Bellamy… o, claro, Betty Boop, la flapper icónica creada por Grim Natwick en 1926 para los Estudios Fleischer, se convirtieron en la definición gráfica de la juventud moderna. Los jóvenes conformaban, por tanto, un público nuevo que demandaba un cine de consumo propio, que fuese un reflejo de ellos mismos y de su manera de vivir. A pesar de que Hollywood ofrecía este cine convenientemente edulcorado y moralizado -los padres eran también target de esta o de cualquier otra producción y las Ligas de presión no descansaban ni de noche ni de día-, estos jóvenes se vieron retratados en títulos hoy perdidos u olvidados del tipo Nice People (William C. de Mille 1922), Prodigal Daughter (Sam Wood, 1923), Sinners in Silk (Hobart Henley, 1924), Flapper Wives (Justin H. McCloskey, 1924), The Painted Flapper (John Gorman, 1924), The Adventurous Sex (Charles Giblyn, 1925), Wild, Wild Susan (A. Edward Sutherland, 1925), Modern Daughters (Charles J. Hunt, 1927), Bare Knees (Earle C. Kenton, 1928), The Exalted Flappers (James Tinling, 1929), o la presente Our Dancing Daughters (1928).

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Aquel contexto, tanto socioeconómico como estético, experimentaba legitimaciones pícaras como los artículos de la genial Anita Loos o las tiras y viñetas humorísticas de los dibujantes de Life y Vanity Fair, Ralph Barton y John Held Jr., y desacreditaciones satíricas como las de Dorothy Parker o F. Scott Fitzgerald, quienes, de algún modo, también certificaban el fenómeno mediante la captación y el reconocimiento del mismo, aunque su diagnóstico fuese negativo. Así se creaba un movimiento juvenil, sorprendentemente feminizado, por más que la figura de la mujer fuese al tiempo objeto y sujeto -nunca estaba claro hasta dónde llegaba la liberación o la servidumbre a una moda-, que encarnaba la vibración de la Jazz Age, cuyos ritmos lúbricos incendiaban los periódicos y revistas del país.

Joan Crawford, estrella inminente, vio en Vírgenes modernas su apoyo para el salto definitivo. De hecho, el éxito sería tal que originaría dos secuelas, Our Modern Maidens (Jack Conway, 1929) y, esta ya sonora,  Our Blushing Brides (Harry Beaumont, 1930), con otros personajes, pero mismas actrices: la Crawford,  Dorothy Sebastian y una Anita Page convertida también en estrella y amenazando constantemente con robarle la función a la diva principal. Y acertó. Se convirtió en modelo a imitar por miles de jóvenes a lo largo de todo el país, pues la película jugaba a la ambivalencia con inteligencia, planteando un discurso al tiempo superficial y ejemplarizante, libre pero con límites morales claros según la visión de Hollywood –adulta, por tanto- de la locura de la época, y en el cual, sin ahorrar referencias crudas -en un momento dado Ann dice, para seducir a su soltero de oro que le ofrece una copa, que ella no bebe, a lo cual el malicioso Freddie replica en un aparte que tan solo se limita a “inhalar”, explícita referencia al uso recreativo de la cocaína entre la alta sociedad-, todo se reconducía a encontrar un buen marido, rico, a ser posible. Tampoco está demasiado lejos del presente, como puede verse en la célebre serie de HBO Sexo en Nueva York, donde, al final, las correrías libertinas y la sociología prêt-à-porter de la It Girl neoyorkina Carrie Bradshaw se reducían a buscar al hombre ideal, el cual terminaba por ser, claro está, uno bastante millonario. ¿Neoflappers? ¿Posfeminismo conservador? De nuevo la dicotomía entre superficialidad y concienciación de fondo con idénticas estrategias.*

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